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Los Secretos de la Ópera del Bicentenario


El estreno de Tosca en el Teatro del Bicentenario correspondió al octavo título presentado en esta sala desde que en el año 2011 inició su andadura operística con un éxito que en verdad poquísima gente, sobre todo en la propia ciudad de León, auguraba.

En efecto, hace apenas tres años que el Teatro abrió sus puertas a la ópera, espectáculo escénico para el que estaba preferentemente diseñado, con una puesta en escena del Elisir d’amore que contó con Ramón Vargas en el reparto lo que fue un acierto indudable de la dirección del inmueble porque la presencia del tenor mexicano más prestigioso de los últimos tiempos resultó un imán indudable para asegurar la taquilla en una ciudad que carecía de funciones operísticas regulares desde hacía más de veinte años y que por tanto no contaba en términos relativos con un público entendido o al menos asiduo a estas representaciones.

El éxito artístico del Elixir fue además formidable. La puesta en escena y las voces colmaron con amplitud las expectativas del público: unos pocos porque estaban familiarizados con el título y las voces, otros porque de forma autodidacta sabían de antemano de la música y las historias y los más, porque simplemente se fascinaron con un arte sorprendente que sigue ganando hoy en día nuevos adeptos y nuevos súbditos.

Después del Elixir, el Bicentenario ha sido la casa de Don Pasquale, Bohème, Butterfly, Rigoletto, Cenerentola, Traviata y ahora Tosca.

A estas alturas –a tres años de su primera función- el Teatro del Bicentenario se ha posicionado en México como la inobjetable sede de un estilo de producción sobrio, confiable, respetuoso a la vez que innovador y, sobre todo, de gran calidad musical y teatral, algo que no siempre se ve en nuestro país, no digamos en los Teatros que, antes de la irrupción del recinto leonés en la escena operística, fueron un día los iconos nacionales de las artes escénicas.

He tenido la fortuna de asistir a todas las producciones desde aquel Elixir de 2011. Pues bien, el sábado 16 de agosto, después del último aplauso de los muchos, eternos, que resonaron en la sala al término de una gran Tosca, me quedó la misma sensación de todas las veces anteriores: que esa función que recién terminaba había sido la mejor que había presenciado en la joven historia del teatro.

¿Puede ser esto posible? ¿Puede una adecuada administración efectivamente superar título a título sus expectativas? Tal vez. O quizá la mente humana se deja engañar por las sensaciones placenteras y momentáneas del espíritu, lo que vendría a demostrar dos cosas: una que la ópera del Bicentenario ha sido por lo menos de una calidad  sorprendente y uniforme, cuando no en constante superación, y otra que yo debo ser un pésimo crítico operístico  porque ante todo me dejo llevar por la pasión y las emociones del instante eludiendo la racionalización que implica sentarte a descubrir posibles defectos y no a disfrutar este regalo de la vida que es la ópera.

En mayo pasado regresé de un viaje a Europa el mismo día que concluían las representaciones de La Traviata en el Bicentenario y acudí con enorme interés a la última función también sabatina y salí de ella reconfortado por una versión del drama de Verdi respetuosa y a la vez moderna, aprovechando las opciones técnicas del teatro y con excelentes voces y ejecución musical. Venía de presenciar el miércoles anterior en el Teatro Real de Madrid una estrambótica puesta en escena –una más del legado de Gerard Mortier- de Les contes d’Hoffmann, que era anunciada pomposamente como su “testamento operístico”.

Coproducida con la Ópera de Sttutgart esta versión de Sylvain Cambreling y Christoph Marthaler estaba ambientada en el salón de billar del Círculo de Bellas Artes madrileño, lugar en donde Mortier se refugiaba sus últimos meses de vida y se correspondía con una peligrosa moda instaurada hace algunos años en Europa y que arribó a nuestro continente por las puertas del Met abiertas por su megalómano director: producciones descontextualizadas y costosas de directores escénicos convertidos en los nuevos divos de la ópera, en demérito de cantantes y músicos.

Esta moda sin embargo se ha cobrado ya algunas víctimas y amenaza generalizarse. En Europa primero fue la bancarrota del Liceu de Barcelona y recientemente la de la Ópera de Roma; el mismo Real está al borde del abismo porque las ayudas gubernamentales en tiempo de crisis se han reducido. En América cerró sus puertas la Ópera de San Diego y el propio Met está hoy en entredicho: despilfarros grotescos, producciones inútiles, solo para batir récords y un descenso de más del 20% de los ingresos de taquilla, lo que demuestra que las producciones de Peter Gelb y su selección de voces y directores no interesan al público viejo y nuevo tanto como él cree.

Hace un año el gran Leo Nucci en una entrevista publicada en ABC de Sevilla, con motivo de su presentación en La Maestranza como Rigoletto, mencionó que lo que cuesta hoy montar una ópera es “obsceno” y calificó a muchos directores de escena actuales como “arrogantes y aprovechados, que se cargan las óperas por querer hacerlas raras y costosas”. “No hay ninguna necesidad de llevar La Bohème al mundo de la drogadicción. Eso es justo lo que hace anacrónica una ópera” mencionaba entonces, haciendo referencia a la controvertida versión de Damiano Michieletto y Paolo Fantin para el Festival de Salzburgo 2012.

¿Qué pasa en cambio en el Bicentenario? Muchas cosas diferentes: para empezar, una estricta racionalización del gasto, una creciente autosuficiencia en costos de producción pues la construcción de la escenografía y los vestuarios se hace con personal técnico del propio teatro, una contratación adecuada de elencos, un coro integrado por jóvenes de variopintas profesiones que han adoptado a la ópera como su mejor aliado cultural, intelectual, familiar y social y un conocimiento sin igual de la administración del inmueble en relación a los gustos del público, número de funciones, fechas de las mismas y títulos adecuados.

De esta manera podemos decir hoy que el público de León confía ciegamente en la ópera del Bicentenario por la sencilla razón de que nunca ha sido defraudado. En estos tres años las funciones han gozado de grandes entradas y muchos cupos completos y como buen público nuevo, joven y entusiasta da gusto ver que no ha perdido ni un ápice de su capacidad de asombro. Por todo ello la administración del Teatro no solo administra con sentido temporal sino que construye un legado educacional y formativo de cara al futuro.

Estos son los secretos revelados del éxito de la ópera del Bicentenario. El público leonés y los aficionados de todo el país lo reconocen. ¿Serán capaces las autoridades culturales y los gobiernos de reconocerlo también….?.