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La Ópera como «Arte Total»


A Propósito de Cavalleria Rusticana y Pagliacci:

Sabido es que Wagner definió a la ópera como el “Arte Total”,  por sus componentes musicales, teatrales y visuales que la convierten en un arte integrador por excelencia, en el que es el equilibrio de todas las expresiones el que le da sentido y fin.

Por una deformación histórica propiciada por la preponderancia de las voces y la música sobre el relato que se narra y el fenómeno de la interpretación escénica, frecuentemente se olvida que la ópera nace (o más bien, renace) como una especie de “teatro cantado” a partir de la iniciativa de la Camerata Fiorentina, círculo literario de la Florencia renacentista, pero que a través del tiempo se vino convirtiendo en un espectáculo musical y vocal.

De hecho fue hasta mediados del siglo veinte, con la irrupción en el mundo operístico de personajes ajenos a la formación musical pero con un bagaje teatral o cinematográfico incuestionable como Luchino Visconti, el inmenso cineasta de “El Gatopardo”, que transformaron la ópera percibiéndola como un fenómeno teatral y convirtiendo a las sopranos por ejemplo, en lo que nunca habían sido: grandes actrices además de grandes cantantes. Medea, Macbeth, Anna Bolena o La Sonnambula fueron algunas de sus producciones históricas para La Scala, llevando casi siempre como protagonista a Maria Callas.

No  obstante, este reposicionamiento de la interpretación actoral ha llevado  hoy en día a excesos incomprensibles y hasta antiestéticos: La Bohème de Salzburgo de Michieletto, Fantin y Tetti, que convierte a los bohemios parisinos en una suerte de vagabundos que habitan en casas abandonadas de las afueras de París, o La Traviata en gris también de Salzburgo de Willi Decker, que bien podría subtitularse algo así como “crónica de un velorio anunciado”, o el Rigoletto del Met, de Michael Mayer y Christine Jones cuya historia ubican ¡en Las Vegas!.

Sin embargo, cuando en una producción operística concurren tantos talentos (musicales, vocales, escénicos e interpretativos) hacen que ésta se muestre precisamente como el ejemplo wagneriano del arte total. Así fue la función de Cavalleria Rusticana y Pagliacci del domingo por la tarde en el Teatro del Bicentenario. A una orquesta que suena cada vez mejor y voces de gran calidad bajo una batuta poderosa y sabia, hay que sumar ahora un montaje tan novedoso como conceptual en una suerte de homenaje a la tradición italiana de la Commedia dell’Arte, del “Teatro dentro del Teatro”, de Pirandello (“Sei Personaggi in cerca d’autore”) o de Fellini (“E la nave va”).

Por eso deseo enfatizar aspectos usualmente no mencionados en las crónicas: la iluminación, los recursos técnicos, los movimientos en el escenario, el papel actoral y protagónico del Coro, la hilatura de los dos dramas vistos como uno solo, el vestuario y, sobre todo, el valor conceptual de la producción, de tal modo que, al presenciar una historia –que no dos- como esta de Cavalleria/Pagliacci, valoramos a la ópera como lo que realmente debe ser, no solo un todo en lo estético sino un todo en lo histórico, técnico, intelectual. Así, con una producción como ésta, la ópera se convierte en la mejor y más completa manifestación cultural posible.

Por ello en esta ocasión mi reconocimiento es para la producción, de la que Alonso Escalante es el principal inspirador y que completan el director y escenógrafo Mauricio García Lozano, el responsable de la iluminación Víctor Zapatero, de la escenografía Jorge Ballina, del vestuario Mario Marín, de maquillaje Cinthia Muñoz y de coreografía Ruby Tagle. Ellos hacen posible lo que se canta en el Prólogo de Pagliacci: “El autor ha intentado tomar un trozo natural de la vida pues su máxima es que el artista es un hombre y es para él para quien debe escribir….por ello se inspira en la realidad”.

Al reconocerlos a ellos, estamos haciéndole justicia a un puñado de creadores que en el mundo luchan por devolverle a la ópera su importancia teatral al tiempo que lo hacen preservándola en su contexto histórico, en el respeto a la idea de sus autores y al marco musical que ellos le dieron.

Al salir anoche del Teatro después de la función me dijo un amigo, “¿Tú viste la función del Met de Cav/Pag que se presentó en el Mateo Herrera hace dos o tres meses?” Al contestarle afirmativamente me dice entusiasmado, “¡Pues es mil veces mejor ésta!”.

Ese es el valor del Teatro del Bicentenario: no solo sus grandes instalaciones técnicas sino la capacidad, la cohesión y el profesionalismo de su recurso humano que debemos todos (el Consejo por delante) mantener y preservar de la intromisión de los burócratas culturales y otros simplemente burócratas que siempre existen  a la vuelta de la esquina.

 

 

Una voz para revivir recuerdos


La próxima semana Violeta Dávalos cantará en León La Viuda Alegre de Franz Lehar, en el Teatro del Bicentenario.

Ajenos demasiadas veces a la vida cultural y artística de nuestro país en general y de la ciudad de México en particular y arrastrados por la globalización -tan nefasta a veces, ¿verdad, señora Merkel?- que nos impone saber de grabaciones en el Covent Garden, de tenores mexicanos que triunfan en Europa, de nuevos valores de la ópera occidental pero surgidos de China, o de Corea, ignoramos casi todo de la ópera mexicana, de sus voces, sus creaciones, sus producciones, sus temporadas en Bellas Artes y más. Ignoramos, digo, casi todo.

Violeta Dávalos es la historia viviente de la ópera en México en los últimos años del siglo XX y en los inicios de este XXI, a partir de su debut en una superproducción de Aída que realizó el maestro Giuseppe Raffa en el Palacio de los Deportes y cuando nuestra protagonista contaba con apenas veinte años de edad.

A partir de entonces, Violeta ha encarnado a casi todas las heroínas de la ópera clásica: ha sido Mimi de La Bohème, Cio-Cio-San de Madama Butterfly, Floria Tosca de Tosca, Violeta Valèry de La Traviata, Santuzza de Cavalleria Rusticana, Donna Anna de Don Giovanni, Aída, en fin, con su tesitura de soprano lírico-spinto -sin duda la mejor de México- Violeta ha dado vida a las inolvidables mujeres de la ópera de las que más de un aficionado nos hemos enamorado alguna vez (este es un recuerdo personal para Lucía).

Y es además la intérprete más consistente de música de autores mexicanos; en su repertorio están Ambrosio de José Antonio Guzmán, Alicia y Brindis por un milenio de Federico Ibarra, Ildegonda de Melesio Morales y sobre todo, El regreso de Orestes de Roberto Bañuelas y Tata Vasco de Miguel Bernal Jiménez.

De igual forma Violeta Dávalos ha cantado en León varias veces: recuerdo una versión de ópera-concierto de Attila de Verdi, o cuando se inauguró hace un año el Teatro del Bicentenario donde prestó su espléndida voz a una Novena de Beethoven del decadente Enrique Bátiz y la decepcionante Sinfónica de la Universidad de Guanajuato.

Sin embargo la presencia de Violeta en León como intérprete de una obra de gran lirismo me despierta un recuerdo entrañable que se remonta veinte años atrás, cuando una maravillosa Violeta Dávalos protagonizó en esta ciudad un episodio operístico que hoy revivo.

La historia es esta: Diciembre de 1991, Teatro Doblado de León con localidades agotadas; en el foso la Orquesta Filarmónica del Bajío, una de las agrupaciones musicales más importantes en la historia moderna de este país; en la batuta Sergio Cárdenas, gran director, gran estudioso de la ópera, gran amigo; en el escenario unas jovencísima Violeta Dávalos acompañada del tenor regiomontano pero gracias a Manolo Álvarez leonés de adopción, Miguel Cortez;  la obra, La Bohemia de Puccini.

Instantes mágicos porque en aquel tiempo pocos directores del mundo interpretaban con la pasión y el talento del maestro Cárdenas la más famosa obra de Puccini. Instantes bellos porque en el Doblado no se oyó nunca una voz tan fresca y cristalina como la de Violeta Dávalos interpretando Si, mi chiamano Mimi, Donde lieta usci o Sono andati, tres arias sublimes del repertorio operístico. Instantes trágicos porque en aquel momento no sabíamos que en el Palacio de Gobierno del Paseo de la Presa ya se afilaba la tijera de la concertacesión que acabó con la Orquesta, con la mejor orquesta de este sufrido Guanajuato, en la que era, sin que nadie lo supiera entonces, su actuación final.

Veinte años después con un espléndido teatro nuevo y una producción operística que puede y debe consolidarse, mantengo la esperanza de ver nuevamente en el foso orquestal a un gran músico, Sergio Cárdenas, regresando a esta casa. Entre los cimientos de nuestro nuevo Teatro, hay un gran pilar que Sergio ayudó a levantar con la Filarmónica del Bajío.

Y hablando de sueños, la próxima semana por lo menos habrá uno que parece que sí se me cumplirá: ver y escuchar en el escenario a Violeta Dávalos en su plena madurez vocal y actoral interpretando de nuevo una obra lírica en León, en un regreso al futuro –hoy- cálido y casi inesperado.